
OPINIÓN | Israel H. Cedeño-González
La salud pública es la base sobre la que se construye una sociedad sana y estable, no es un lujo, es un derecho. Pero su gestión no ocurre en una burbuja, se encuentra en medio de un campo de batalla donde la política es un jugador inevitable pero impredecible. La verdadera pregunta no es si los políticos deben meter las manos, sino cómo y hasta dónde. ¿Serán el motor que impulse nuestro sistema de salud o el ancla que nos hunda en el pantano de la ineficacia?
Es una verdad tan grande como un hospital: sin el respaldo político, cualquier plan de salud está destinado a morir en el papel. Necesitamos leyes, presupuestos y, sobre todo, voluntad. Necesitamos políticos que entiendan que un país sano es un país productivo, que invertir en un centro de salud es más rentable que construir un puente a ninguna parte y que la atención primaria es la columna vertebral de todo el sistema. La buena política es la que construye puentes hacia el bienestar, no la que dinamita los cimientos de la salud pública.
Pero ¿dónde se cruza la línea? Esa delgada y peligrosa frontera entre el apoyo genuino y la interferencia dañina se vuelve borrosa con demasiada facilidad. El desastre comienza cuando la salud se convierte en un botín político. Cuando los altos cargos —directores de hospitales, jefes regionales, incluso ministros— se reparten como si fueran cromos para pagar favores. Poner al frente de un hospital a alguien por su lealtad a un partido y no por su capacidad es el primer paso hacia el abismo. El resultado es el que todos conocemos: gestores sin autonomía, atados de manos, cuyo único mérito es la obediencia ciega a su padrino político, no al paciente que espera horas en una sala de urgencias.
Y no, esto no es una fantasía. Tiene nombres y apellidos en todo el mundo.
En nuestra propia región, el caso de Venezuela es un trágico manual de todo lo que no se debe hacer. La polarización extrema y el control absoluto del gobierno destrozaron, entre otras cosas, su sistema de salud. Se prefirió importar equipos costosos antes que mantener los que ya existían, se persiguió a los médicos que se atrevieron a alzar la voz y se crearon sistemas de salud paralelos que eran más propaganda que solución. El resultado: un colapso humanitario con un costo incalculable en vidas y una migración irregular forzada.
En Europa, el prestigioso NHS británico ha sufrido los vaivenes de la política. Reformas impulsadas principalmente por ideología política y no por evidencia llevaron a más burocracia y a listas de espera interminables. El reciente escándalo de la «vía rápida VIP» para comprar equipos de protección en la pandemia, donde empresas «amigas» del gobierno recibieron contratos millonarios por material defectuoso, es una prueba de que ningún sistema es inmune a la politiquería.
En Panamá lamentablemente también tenemos nuestras propias historias. Durante la pandemia de COVID-19, vimos con estupor cómo decisiones cruciales se tomaban lejos del Ministerio de Salud. El infame caso de los ventiladores, gestionado desde el Ministerio de la Presidencia con precios por las nubes, no solo levantó sospechas de corrupción, sino que sembró la desconfianza en un momento en que más la necesitábamos. La compra se detuvo, pero el daño a la credibilidad y el tiempo perdido fueron irreparables.
Luego vino el Hospital Modular, otro proyecto envuelto en polémica por sobrecostos y materiales dudosos. Estos episodios nos gritan una lección: cuando la técnica se subordina a la política, la puerta a la ineficiencia y la corrupción se abre de par en par, y quien paga los platos rotos es siempre el ciudadano.
En este complejo tablero, también juegan los organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud (OMS), la Organización Panamericana de la Salud (OPS) o la Secretaría Ejecutiva del COMISCA. Es vital entender su papel: no son dictadores de la salud, son asesores. Nos ofrecen una hoja de ruta basada en ciencia y experiencia global. Escucharlos es de sabios, pero la decisión final es y debe ser del País. La soberanía de un país también reside en su capacidad de adaptar las mejores prácticas a su propia realidad, no en usarla como excusa para no hacer nada o para tomar decisiones a capricho.
Panamá todavía está a tiempo. Nuestro sistema de salud, con sus reconocibles virtudes y sus profundas debilidades no puede ser el trofeo de ninguna contienda política. Es hora de exigir, con firmeza y claridad:
- Liderazgo por mérito: Que los puestos clave sean para los más capaces, no para los más leales.
- Autonomía técnica: Que las decisiones se basen en evidencia científica y en las necesidades de nuestra gente, no en la agenda de un político.
- Transparencia total: Que cada centavo gastado en salud esté a la vista de todos y sujeto a un escrutinio real.
La salud de los panameños no puede ser rehén de la pugna por el poder. Exijamos a nuestra clase política que ejerza una injerencia positiva: la de construir consensos, aprobar leyes que fortalezcan el sistema y destinar los recursos necesarios. Pero al mismo tiempo, marquemos un límite claro: la gestión operativa y técnica es terreno de los profesionales de la salud. El futuro de nuestro bienestar más preciado depende de que sepamos poner la salud en el centro de la discusión, y la política a su servicio, nunca al revés.
**Médico epidemiólogo. Coordinador del Programa de Salud de Adultos – Minsa / Director Médico MiniMed Corp.








