
OPINIÓN | Jorge Luis Sánchez
Repetimos que la educación nos permite movilidad social; repetimos, como si fuera un mensaje meta: “Educarse te abre puertas”. Y eso es relativamente cierto, porque hay no uno, sino varios factores que van a contribuir a que podamos lograr que la educación nos dé un boleto para mejorar nuestra economía.
La Constitución de la República de Panamá vigente dedica su Capítulo V, desde el artículo 91, a enunciar la importancia de la educación en el país. Nuestra Carta Magna es bastante explícita respecto a la obligación de brindar educación gratuita y ofrecerla sin colocar muros a nuestros niños y jóvenes.
Educarse es libertad. Educar es un proceso que no debe interrumpirse; aprender a aprender es una meta que el docente debe tener presente cuando elige formar a la niñez y juventud de nuestro país sin distingo de credo, etnia, condición social o económica.
Sin embargo, la decisión de los gremios educadores de utilizar la paralización de clases como un escudo no fue algo que nació de forma mágica. En 1979, nuestro país fue convulsionado por protestas en contra de la conocida Reforma Educativa, definida por los grupos opositores al régimen del general Omar Torrijos Herrera como una manera de adoctrinar a los niños, una copia de otros modelos puestos en marcha en Cuba.
La reforma, ante la presión social y política, fue derrotada. Sin embargo, el gremio docente descubrió el poder que tenía, y la Ley Orgánica que regula la educación, concebida en 1947, sobrevivió. En ese momento habían transcurrido 32 años desde su aprobación. El impulso recibido sirvió para que los educadores se sintieran respaldados para paralizar la educación bajo el concepto: “Un educador luchando también está educando”.
Pasaron varias décadas, y dentro de una democracia débil pasamos de menos de cinco gremios a más de una veintena de ellos –reproduciéndose como Gremlins– todos con una inclinación hacia la ideología de izquierda.
Por lo tanto, no es inverosímil concluir que hay un adoctrinamiento no solo hacia lo interno, sino que también ha tocado a estudiantes y gremios de padres de familia.
La ley de 1947, que rige la educación en nuestro país, ha tenido dos reformas: la primera en 1995 y la segunda en 2004; pero cuando nos metemos a escudriñar, nada fue profundo. Es decir, como dice mi colega Melisa Lazarus, una chica de 25 años, hoy recibe la misma formación de hace 78 años. Más de tres generaciones han sido formadas, sin cambios sustanciales, bajo el mismo sistema educativo.
Para estar claros, la educación ha pasado por distintos estadios –no soy un experto, pero intento explorar e investigar–. Del magister dixit (el maestro dice), algo un
tanto escolástico, pasamos a una educación más lineal. Sin embargo, llegó la tecnología y nos planteó el desafío de superar la omnipresencia de lo que el maestro dice, escribe en la pizarra y nadie discute.
Este modelo cambió, por no decir murió, y nuestra educación continúa en el modelo de 1947 sin darse cuenta de que los estudiantes –y el cambio– la han rebasado. Hoy estamos en un intercambio de conocimiento, y qué bueno sería plantear un modelo crítico, un modelo que permita a los niños analizar las pequeñas cosas, que les ayude a tomar decisiones y ser sujetos y objetos de juicios que sean el resultado de un análisis comprensivo, no impuesto por segundos o terceros que dirigen la opinión pública.
Haber perdido dos meses y días de clases fue un error. Si sumamos los días, semanas y meses que se perdieron desde 1979, 1983, 1987, 2020 (pandemia del COVID-19), 2023, 2024 y 2025, es una muestra de que alguien debe remover el árbol del conocimiento para lograr una educación que no se detenga porque “los docentes tenemos que debatir si vamos o no a huelga”. Y, lo más importante, la brecha entre ricos y pobres la vamos a cerrar si cerramos el abismo que hay entre la educación pública y privada.









